Mundialmente conocida por sus magníficos vinos, Burdeos es mucho más que copas, descorches y bodegas. Atravesada por el río Garona y famosa por su góticas iglesias, por sus mansiones del siglo XVIII y sus bellísimos jardines públicos, esta ciudad del suroeste francés guarda una historia y una oferta cultural que hacen de ella un gran destino.

por Diego Horacio Carnio – @labitacoraylabrujula

Llegar en tren a Burdeos es todo un acontecimiento visual, sobre todo cuando la formación cruza el río Garona obsequiando exquisitas vistas de la ribera de la ciudad, como una especie de bienvenida inolvidable e inmortal.

Una vez detenido el tren en el andén de la Estación de Saint-Jean, comenzamos una lenta y tranquila caminata por las ajetreadas callejuelas aledañas hasta llegar a la Quai de la Grave, que bordea el río, cuyo curso seguiríamos en búsqueda de nuestro hotel mientras los ojos ansiosos se perdían entre las aguas a un lado y el devenir de edificios al otro. La Basílica de Saint Michel, la Porte de Bourgogne y la Porte de Cailhau fueron sucediéndose, una tras otra, hasta que llegamos a la Place de la Bourse – Plaza de la Bolsa-, detrás de la cual nos esperaban nuestros pintorescos aposentos en el Hotel Bleu de Mer.

Lo primero que hicimos una vez que nos deshicimos de nuestras maletas fue volver sobre nuestros pasos hasta la Place de la Bourse -Plaza de la Bolsa en español-, construida entre 1730 y 1775 en el epicentro de la ciudad. Esta plaza fue la primera avanzada de la cité sobre el río Garona, más allá de las murallas medievales que la rodeaban hasta entonces. En los tiempos de su inauguración, en el centro de la explanada se ubicaba una estatua inmensa del Rey Luis XV, que fue derrumbada en los años de la Revolución Francesa. La Place de la Bourse cambió de nombre al ritmo de los cambios políticos que fueron aconteciendo en Francia pero desde su apertura hasta hoy, la modificación más importante fue realizada en 2004 cuando se decidió modernizarla y crear allí el famoso espejo de agua que se convirtió velozmente en uno de los íconos de Burdeos.

Bordeando el río nuevamente pero hacia el lado norte, zigzagueamos junto al tranvía que transita por la calle costanera hasta llegar a un espacio que nos sorprendió primeramente por la rareza de su forma. Estoy refiriéndome a la Place des Quinconces, un amplio espacio básicamente de tierra que se extiende como un gran rectángulo de unos 500 metros desde el paseo del río Garona hacia el interior de la ciudad. Quinconces es la explanada más grande de Francia y una de las mayores del Viejo Mundo. ¿Cuál es la razón por la que nos llamó la atención esta plaza? Además de estar prácticamente desierta cuando no se celebra en ella ninguna feria -no hay árboles, ni plantas, ni bancos para sentarse-, contiene en sus extremos dos estructuras monumentales muy llamativas que se suman a algunas estatuas que también valen la pena observar. Empecemos la descripción aludiendo a las dos inmensas columnas situadas en el extremo más cercano a las aguas del río y que son clara muestra de las actividades más tradicionales que han estado presente desde el origen de los tiempos de Burdeos: la navegación y el comercio. Mientras que en lo alto de una de las columnas encontramos a Mercurio / Hermes personificando al Comercio, en la otra hallamos representada a la Navegación en una estética femenina. Ambas miran al Garona.

Adentrándonos en la Place, emergen de la tierra las figuras pétreas de Montaigne y de Montesquieu, levantadas en 1858, aunque la estructura más imponente e interesante de la Place des Quinconces sea quizá el Monumento de los Girondinos, erigido entre los últimos años del Siglo XIX y los primeros del XX. El monumento, formado por una gran base de cuatro lados sobre la que se levanta una enorme columna que sostiene a su vez a una figura alegórica de la libertad, honra la memoria de quienes fueron perseguidos y asesinados durante el Reino del Terror, cuando gobernaba Maximiliano Robespierre, quien en plena Revolución Francesa tomó a los moderados girondinos como enemigos públicos, ya que no compartían la radicalización de los Jacobinos liderados por Robespierre, quien al igual que sus adversarios, terminaría sus días con la cabeza cortada por la guillotina. Las fuentes a ambos costados del monumento son también dignas de más de una mirada.

Burdeos estuvo ocupada por los alemanes durante parte de la Segunda Guerra Mundial y no son pocos los rastros de esa ocupación que aún pueden encontrarse en la ciudad. Algunos pasan desapercibidos, como el hecho de que el Monumento de los Girondinos fue prácticamente saqueado por los nazis, quienes utilizaron el bronce de los cañones de las fuentes para fundirlo y fabricar nuevas armas.

Nuestro itinerario continuó bordeando nuevamente el río Garona, en dirección a la zona del puerto. El sol era más que disfrutable al darnos de lleno en los rostros. Frenamos un par de veces en algunos de las bares que encontramos en el camino, sobre todo para disfrutar de las vistas y de alguna copa de vino. Casi sin darnos cuenta, llegamos a destino y la Cité du Vin hizo su mágica aparición, con su arquitectura vanguardista y toda su impactante inmensidad. Nosotros llegamos hasta aquí caminando unos 45 minutos aproximadamente, pero también se puede hacer el recorrido en el tranvía eléctrico que atraviesa toda la ciudad siguiendo el curso de la costanera.

Para los amantes del mundo del vino y de todos los misterios, secretos y encantos que guarda esta bebida, no será fácil encontrar palabras para describir con exactitud a La Cité du Vin, el museo dedicado al vino más grande e importante del mundo. Claramente, un museo de estas características no podía estar en otro lugar que no sea Burdeos. Pero… ¿qué les parece si ingresamos a La Cité du Vin y la recorremos de punta a punta?

El ticket de ingreso a La Cité du Vin cuesta alrededor de 18 euros, que serán una excelente inversión para adentrarse de manera interactiva en el maravilloso reino de Baco. Experiencias sensoriales, recorridos históricos y conversaciones virtuales con reconocidos enólogos concluyen con la degustación de una copa de cualquier vino a elección en el Wine Bar del piso más alto del Museo, que además de vinos de todas las partes del mundo ofrece preciosas vistas de Burdeos. En mi caso, elegí un vino blanco de Bulgaria y un tinto de Moldavia, ambos fascinantes.

Al abandonar el Museo, cruzamos la Quai de Bacalan y andando por la Quai de Senegal nos acercamos al dique del puerto donde parece emerger de las aguas un plato volador, una extraña escultura que ha sabido convertirse en un símbolo de esta parte de la ciudad. Más allá, a unos 500 metros, se puede visitar una extraña base de submarinos construida por la Regia Marina Italiana para albergar parte de su flota de sumergibles en la zona ocupada por los nazis durante la Segunda Guerra.

Volvimos en una lenta caminata por dentro de la zona urbana que nos llevó directamente al centro de la ciudad y nos permitió disfrutar de la Ópera de Burdeos iluminada y de la bella y exótica Sculpture Sanna, un rostro femenino de unos siete metros de altura realizado en hierro fundido por el artista español Jaume Plensa, que fue adquirido por un mecenas anónimo que lo donó a la ciudad, formando desde entonces parte del paseo peatonal más popular de Burdeos. Recorrimos un rato el casco histórico para finalmente sentarnos a cenar en una de las mesas del Restaurante Les Dròles, situada gratificantemente frente a nuestro hotel. Además de los deliciosos platos franceses que probamos y los ricos vinos que figuran en la carta, nos tocó en suerte una mesa situada en el sótano abovedado del lugar, con muros y techos hechos en piedra que nos permitieron trasladarnos por el rato que duró la cena a la época medieval.

Ya en el hotel, mirar por la ventana el ajetreo final de la jornada fue un placer. Mañana visitaríamos el cercano poblado de Sain-Emilion y algunos Chateau de las zonas vitivinícolas de Pomerol Fronsac, aventura que les narraré próximamente en una crónica especialmente escrita sobre dicha experiencia.

Ya de regreso en Burdeos, aún nos quedaba tiempo para expedicionar de cerca por algunas iglesias y pórticos que datan de la Edad Media. Ya les había nombrado la Porte de Cailhau, que se vuelve más imponente cuanto uno más se acerque. Este pórtico, que alguna vez fue la entrada principal a la Burdeos amurallada y medieval, fue construido entre 1494 y 1495 para conmemorar la victoria del rey Charles VIII en Fornovo, Italia. El interior del pórtico puede visitarse por tan sólo unos 5 euros, aunque hay que tener en cuenta que abre de miércoles a viernes de 14 a 18 hs y los fines de semana durante todo el día. Es curioso el cartel que advierte sobre no golpearse la cabeza, en clara alusión al accidente que acabó con la vida del rey Charles VIII, quien falleció luego de pegar con su cabeza en el dintel de una puerta de baja altura. Desde aquí, no es mucha la distancia a recorrer si uno quiere visitar la Basílica de Saint-Michel, con su campanario que junto con el templo se construyeron entre los siglos XIV y XVI. Puedo jurar que la basílica, para nada pequeña, parece una miniatura en comparación con el aparatoso campanario, que se yergue como un gigante de piedra en su inútil búsqueda del reino celestial. A pocos minutos andando desde Saint-Michel llegamos a la Abadía e Iglesia de la Santa Cruz, que fue fundada en tiempos merovingios y ha llegado hasta nuestros días con construcciones, destrucciones, reconstrucciones y modificaciones que hacen dificultoso ponerle una fecha precisa a la antigüedad de este templo. Lo que si es seguro es que vale la pena darse una vuelta por sus alrededores y de ser posible, ingresar a conocer sus claustros.

Queríamos cenar algo rico, así que volvimos sobre nuestros pasos hasta las inmediaciones de la Porte de Cailhau para depositarnos en uno de los restaurantes que se encuentran sobre la breve y bella Place du Palais. Elegimos un bonito lugar llamada Gueuleton Bordeaux, donde disfrutamos de algunos platillos típicos de los Pirineos franceses y probamos un par de etiquetas de vinos bordeleses. 

La noche ya lo inundaba todo cuando decidimos hacer la sobremesa en alguno de los bares que se desparraman en la histórica Place du Parlement, con aires típicos del medioevo y refugio de noctámbulos y poetas. Después de un par de cafés bien cargados, dimos riendas sueltas a nuestras humanidades para que se paseen felices por cada una de las angostas callejuelas antiguas de Burdeos.

Regresamos al hotel exhaustos. Había sido una jornada hermosa pero larga. Mañana huiríamos hacia Biarritz y luego a Bayona para cruzar finalmente a España y adentrarnos en el País Vasco. Donostia – San Sebastián nos esperaba.