Dom Perignon no siempre fue una botella de Champagne, aunque si estuvo relacionado con los espumantes desde el inicio mismo de la historia del famoso vino burbujeante, literalmente.

Dom Pierre Perignon fue un monje benedictino que vivió en Francia entre 1638 y 1715. Dedicado a la vida religiosa y apartado de lo mundano desde los 19 años en la Abadía de Hautvillers, el destino tenía pergeñado dos eventos muy especiales para este siervo del Señor: por un lado, ser el responsable de la existencia de lo que hoy conocemos como Champagne o Espumante; por otro, innovar en la producción introduciendo por vez primera el corcho como tapón de sus botellas.

Según cuenta la historia, el monje Dom Perignon se dedicaba a custodiar los sótanos de la Abadía, donde funcionaba la cava de vinos de la comunidad religiosa. Era una especie de bodeguero oficial, importante función tanto en aquellos tiempos como en los actuales. Todo indica que en algún momento de 1670, se cree que en primavera, una de las botellas que estaba fermentando estalló de repente. Probó el líquido derramado y decidió abrir otra de las botellas. Fue entonces cuando su célebre grito brotó de su garganta: “¡Venid… Estoy bebiendo estrellas!” Esas estrellas bebibles no eran otra cosa que las ahora famosas burbujas que contiene todo espumante.

Enseguida, el monje se puso a pensar en cómo conservar y mejorar esa delicia líquida que acababa de descubrir y su primera meta fue conseguir botellas de mayor grosor y mejor resistencia, justamente para que no explotaran durante la crianza. Una vez conseguido este propósito, Dom Perignon buscó la forma de tapar mejor sus botellas para conservar en ellas no sólo la bebida impoluta sino también las burbujas. Fue así que recordó el tapón de las cantimploras de unos peregrinos y logró dar con lo que hoy conocemos como corcho. ¡Dos misiones cumplidas!

Su bebida tuvo una pronta aceptación en su época y por ser de la región de Champagne quedó bautizada de manera homónima. Cuentas las buenas lenguas que el Rey Luis XIV mandaba a que le trajera el vino del monje, como llamaban en un comienzo a su creación. En pocos años todas las cortes del Viejo Mundo lo consumían a mansalva, es decir, como es debido. En los años siguientes, el monje se preocupó por mejorar sus vides y por indagar con el ensamble de distintas cepas, lo que hizo aumentar aún más su bien ganada fama.

Fallecido el monje, su legado se mantuvo entre sus compañeros hasta que en 1794, la firma Moët e Chandon compró las tierras de sus viñedos y comenzó una producción que se extiende hasta nuestros días, teniendo como marca insignia la que recuerda al monje y que es considerado uno de los mejores champagne del mundo: Dom Perignon.

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